viernes, 29 de noviembre de 2013

Los miedos que trae la ceguera

POR NICOLÁS PARRILLA El apoyo de los familiares y seres queridos es clave para superar las dificultades que pueden aparecer en la vida cotidiana de una persona que no puede ver. Mariano Stefanuolo tenía 26 años cuando en noviembre de 2003 sumó su nombre a la extensa lista de las víctimas de accidentes de tránsito en el Gran Buenos Aires: mientras cruzaba una avenida en su barrio natal de Loma Hermosa, fue atropellado por una camioneta que avanzaba ignorando la luz roja del semáforo. “Se me apagó todo, no sólo la luz. Mis recuerdos saltan desde salir de mi casa para ir a lo de un amigo, a despertarme quince días después, en una cama de un hospital, con una pierna enyesada”, rememora Mariano, juntando los pedacitos de sus memorias rotas. Además de la fractura de unos cuantos huesos y varios moretones, el accidente le hizo perder más del 90 por ciento de la visión, un golpe más duro que el que le dio el paragolpes de la camioneta. “Mi mamá fue la encargada de contármelo. Al principio me habían dicho que de a poco iba a empezar a recuperar la vista, que era temporal. Pero pasaban los días y seguía a oscuras. Incluso el dolor físico de los golpes empezaba a desaparecer, pero la luz nunca llegaba. Entonces me contaron la verdad, y ahí me desesperé”, reconoce Mariano, quien pensó que se le venía el mundo abajo cuando tomó conciencia de su situación. Los primeros miedos que le pasaron por la cabeza a Mariano estaban relacionados con lo que iba a tener por delante. En ese momento, estaba de novio desde hacía dos años con Karen, una chica que había conocido poco tiempo antes de abandonar la carrera de Abogacía. Trabajaba en la oficina de una dependencia municipal, jugaba al fútbol con sus amigos los fines de semana, estaba organizando unas vacaciones en Brasil con su novia: Mariano tenía los planes normales de un chico de su edad, pero los tuvo que cambiar cuando se encontró con una nueva realidad. “En el hospital, y después en su consultorio particular, me trató el doctor Héctor Maltagliatti, a quien le voy a estar eternamente agradecido. Él, su grupo de profesionales y mi familia estuvieron acompañándome todo el tiempo. Soportaron todos mis miedos, que eran muchos. Mi primer pensamiento fue que ya no iba a poder volver a hacer nada de lo que hacía antes, que iba a quedar estancado para siempre”, se sincera. Maltagliatti, con sus 76 años de edad y más de 50 especializándose en el campo de la oftalmología, se acaba de jubilar, aunque asegura que se va a dedicar a la vista de los demás “hasta el último día de su vida”. “En el caso de Mariano, fue muy importante el apoyo de la familia y del gabinete psicológico que todo el tiempo lo acompañó. Sus temores eran los habituales en una persona que pierde la visión: no va a poder trabajar, no va a formar una familia, va a depender por siempre de los demás. Por suerte, de a poco los fue superando, y hoy sigue con su vida como siempre; si uno no lo conoce, no sabe de su discapacidad”, asegura Maltagliatti. No fue fácil para Mariano: a los pocos días de volver a su casa desde el hospital, su novia decidió terminar con la relación. “Me dijo que no sabía si me iba a poder ayudar y acompañar como yo lo necesitaba, y me quería convencer de que iba a ser lo mejor para mí. Igual, no le guardo rencor, es imposible saber cómo hubiese reaccionado yo en una situación similar”, se sincera. Con el paso del tiempo, y siempre apoyándose en su familia y en los médicos, Mariano fue adaptándose a la vida que iba a empezar a vivir: empezó a leer Braille, a moverse con el bastón blanco, a valerse por sí mismo. “Conocí a muchas personas en mi misma situación que me ‘abrieron los ojos’, como me gusta decir, medio en broma, medio en serio. Hoy pude volver a trabajar, viajo solo en colectivo, seguí adelante”, afirma Mariano, quien sin embargo no duda a la hora de señalar qué es lo que más extraña de su vida antes del accidente. “Me lamento por dos cosas nada más. Primero, no le pude conocer la cara a Paloma, mi sobrina, la hija de mi hermano mayor Carlos. Vivo jugando con ella, la llevo a la plaza, al jardín de infantes, pero me gustaría verle la carita. Y segundo, extraño mucho jugar al fútbol. Todavía no me animé a la pelota con cascabeles, pero si le agarro la mano, no paro hasta llegar a Los Murciélagos”, se ríe.

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