lunes, 25 de noviembre de 2013

Soy un maratonista ciego: correr me ayudó a salir de la depresión

POR MARTÍN ARIEL KREMENCHUZKY INGENIERO EN SISTEMAS. No sentirse una víctima. Por una enfermedad genética, el autor siempre tuvo problemas para oír y para ver. Hace seis años quedó ciego y se sintió paralizado. Se preguntó cómo convertirse en un mejor padre y empezó con nuevos desafíos, como correr. Qué clase de padre quería ser yo para mi hijo? ¿De qué padre podría sentirse orgulloso? Sé que estas preguntas pueden parecer las que cualquier padre se formula, pero para mí fueron cruciales porque llegué a temer que Tomás sintiera vergüenza de mí. De mostrarse conmigo ante sus amigos y compañeros, y que ellos se burlaran de él por tener un padre ciego. El deporte fue mi tabla de salvación y mi terapia, el puente que me llevó hasta el orgullo de mi hijo, la cuesta por donde trabajosamente fue subiendo mi autoestima, el podio donde lucí mi nueva personalidad. Empecé a correr para sentirme vital, para percibir en el cuerpo las sensaciones que la vista y el oído me negaban. Ignoraba que con cada kilómetro recorrido desplazaba los límites de mis imposibilidades y que las metas propuestas me llevaban más lejos, hacia mi propio interior. En atletismo se compite contra uno mismo. Es tanto un deporte como una filosofía de vida. Tiempo atrás, pero no mucho, hace apenas seis años, había caído en un pozo sin fondo y no encontraba posibilidad de salida. Arrastraba un problema de larga data, detectado cuando cursaba la escuela primaria, pero jamás llegué a imaginarme que perdería la visión a los 34 años. De golpe, la noche se hizo presente fuera y dentro de mí. Ciego e hipoacúsico, el aislamiento no era una fantasía, formaba parte de mi realidad más inmediata, esa que tenía que palpar con las puntas de los dedos para hallar un principio de orientación. El síndrome de Usher es poco frecuente, prácticamente una rareza de origen genético y provoca en quienes lo padecemos hipoacusia, falta de equilibrio y pérdida progresiva de la vista. Uso audífonos desde los 5 años, a esa edad ya no veía de noche y, a partir de la adolescencia, mi campo visual se fue reduciendo lenta pero inexorablemente. Recuerdo que al volver a casa agarraba los apuntes que me prestaban mis compañeros para enterarme de los temas tratados. También me asociaba con los más tragas para asimilar con ellos lo que no me llegaba de primera mano. Mis cómplices fueron generosos, de fierro. En casa, las opiniones se dividían. De mi padre recibía la exigencia, el imperativo de vencer las dificultades. De mi madre, los mimos y la sobreprotección. De ambos, una cierta negación de discapacidad que me ayudó a crecer como si no pasara nada. Todavía, con la vista al frente podía salir adelante. Por eso me enfoqué en la pantalla y estudié ingeniería de sistemas. Me aburrí tanto como en el secundario. Los cómplices reaparecieron a cumplir con sus buenos oficios. Cuando salía solo de la facultad, más de uno habrá pensado que tenía algunas copas encima. En la noche, me tropezaba y me llevaba las cosas por delante con paso de borracho. Sin embargo, me recibí, me casé y un par de años después nació Tomás. Implacable, mi mal avanzaba. Durante el posparto, las cosas se complicaron. Me sentía aturdido, torpe para ayudar a mi mujer: si me pedía que le alcanzara algo que estaba ahí, “ahí” no significaba nada para mí, que sólo podía manejarme con nociones espaciales: arriba, abajo, derecha, izquierda. El vínculo se deterioró y nos llenamos de culpas. ¿Cómo se trasmite el dolor que provoca la discapacidad? ¿Con qué vara se miden las limitaciones? ¿Cómo explicar que no podemos cuando hemos pasado la vida intentando demostrar lo contrario? Pero ahí estaba mi hijo, mi refugio. Pasaba horas, muchas horas jugando con él, mi único entretenimiento cuando todos los atractivos que podía ofrecerme la vida se desvanecieron. Nos hicimos campeones en las escondidas. Cuando a mí me tocaba encontrarlo, le hacía chistes; su risa aguda era mi guía para saber dónde se ocultaba. Usábamos una pelota con cascabeles para jugar al fútbol. No fueron pocas las veces en que, en lugar de patearla, lo pateaba a él. También practicábamos la lucha encima de colchones y todas las noches le inventaba un cuento con diferentes enseñanzas para que se durmiera feliz. Más allá de Toto, nada tenía sentido. ¿En qué me había transformado? En un laburante que iba del trabajo a casa, sin vida social ni distracciones, ajeno a cualquier alegría, negado para cualquier ilusión. Si hubiera sido capaz de verme desde afuera, la imagen que habría obtenido de mí sería la del pobrecito que sólo puede inspirar lástima. El ciego triste que espera ayuda pero no se anima a pedirla. Con mi mujer empezamos a vivir separados bajo el mismo techo. Cuando se pierde la visión, empieza a funcionar el recuerdo, las imágenes conocidas suplantan la realidad y a ellas me aferraba. Es curioso cómo funciona el entorno. Si bien circulo en un ambiente de clase media culta, la preocupación de todos los que me rodeaban era encontrar algún especialista u operación que solucionara mi problema. A ninguno se le ocurrió cómo ayudarme con mi estado anímico, con mis sentimientos, ni siquiera a mí. Todos nos enfocábamos hacia la medicina y nadie hacia lo terapéutico. Había una gran ignorancia respecto de lo que significa y cómo se vive la discapacidad. Por dentro, la desesperación me carcomía y llegué a temer el fin por mis propias manos. De ese abismo, me sacaba siempre la presencia de Tomás. Una pregunta –la que formulé al principio– me iluminó: si yo fuera mi hijo, ¿cómo me gustaría que fuera mi padre? Conocí a una terapeuta ocupacional, esposa de un ciego. Ella me abrió la cabeza contándome lo bien que lo pasaban, todo lo que podían hacer juntos. Empecé terapia. Otra terapeuta ocupacional me enseñó a usar el bastón blanco, que rechazaba por vergüenza. El primer día que salí a la calle con el bastón me di cuenta de que podía moverme por cuenta propia. Era fabuloso. Hasta entonces, la vergüenza de pedir hacía que en cualquier lugar me aguantara las ganas de ir al baño. Mi vida cambió hace tres años, el día que asumí la discapacidad y dejé de luchar contra ella. Salí a correr, a nadar, a remar, a andar en bicicleta de dos asientos, a bailar, a aprender teatro, percusión, a catar vinos y perfumes, a hacer masajes, a narrar historias y unas cuantas actividades más. Lejos de lo que pensaba, había un mundo de posibilidades para los no videntes. La terapeuta ocupacional me enseñó a moverme con independencia, a cocinar tomando precauciones para evitar accidentes. Festejé a gritos cuando preparé mi primer plato de fideos. Algunos dicen que exagero, que no tiene sentido emprender tantas actividades. No entienden. El hecho de no poder disfrutar de una película, de no apreciar un paisaje ni enterarme de lo que pasa en la tele, me quita mucho tema de conversación. Además, al no oír bien, me pierdo de tantas cosas que encuentro en las actividades el contenido que me falta y el contacto con mucha gente linda que voy conociendo. En septiembre de 2010 corrí mi primera carrera: la media maratón de Buenos Aires. Salí tercero en mi categoría –no importa si esa vez éramos sólo tres ciegos, para mí valía lo mismo– y me dieron una copa. Cuando volví a casa, Tomás daba alaridos de alegría. Esa alegría me impulsó a entrenarme seriamente para que mi hijo tuviera un padre campeón. Por él, me convertí en atleta. Quizás muchos no sepan cómo corremos los ciegos: siempre lo hacemos con un guía. Nos ponemos una soga en la mano derecha y el guía, en la izquierda y braceamos al mismo ritmo. Así él nos alerta e indica si es que hay lomas, pozos o giros. En verdad, también me volqué al deporte porque soy consciente de que mi vida laboral se va limitando. Cuando todavía tenía visión, programaba y testeaba. Al perderla, conservaba en la cabeza los sistemas pero, a medida que pasa el tiempo, cambian más velozmente y yo me encuentro más perdido. Me ilusiono pensando que podría aunar lo laboral con lo deportivo o con brindar ayuda desde algún organismo gubernamental a quienes sufren discapacidad visual. Hay tanta información útil y dispersa que mi cabeza imagina la posibilidad de sistematizarla para hacerles la vida más fácil a quienes padecen. No sería raro que ésta fuera mi próxima meta. En cuanto al running , me propuse superar nuevas metas: 10, 21, 42 kilómetros. De corredor pasé a maratonista. Cada vez que volvía con un trofeo, Toto y yo gritábamos y cantábamos como locos. Un tiempo después, llegué a casa al término de una carrera, mientras él miraba los dibujitos. Le mostré mi nuevo trofeo y no respondió nada. Supuse que ya se había cansado y en las siguientes carreras que gané ni siquiera le mostré las copas obtenidas. Un día las descubrió en la vitrina y me dijo: “Papi, acá hay dos copas que nunca me mostraste”. Yo le contesté que suponía que se había aburrido de eso. “No, papi –me dijo– siempre me las tenés que mostrar, ¡me encantan tus copas! Para mí son re importantes ”. Por esas cosas, él es el motorcito que me hace devorar kilómetro tras kilómetro y ponerme nuevos objetivos. Dos años más tarde, me anoté como un corredor más en el Raid de los Andes, competencia de aventura que durante tres días atraviesa las montañas de Salta y Jujuy. Esa carrera no es apta para ningún tipo de discapacidad. Tuve la suerte de que dos amigos se ofrecieron a correr conmigo y ser mis guías. Ventaja de ser ciego: a 3.500 metros de altura y al borde de un precipicio se me ocurrían chistes mientras mis amigos avanzaban aterrados. Esa aventura superó todo lo que podía imaginar. Logré llegar sano y salvo a la meta, ¿se dan idea de lo que significaba eso para mí? Otro día Tomás me preguntó: “Papi, ¿cuándo voy a poder correr con la soguita y ser tu guía?” Yo le contesté: “Cuando tengas 14 años”. “¿Te tengo que hacer acordar?” “No te preocupes, Toto, no me voy a olvidar.” En noviembre del mismo año, se organizó la carrera de Cartoon Network, donde los niños corren en equipo con adultos. Nos anotamos el día que se abrió la inscripción. Le conté a Toto, que no tardó en desparramar, eufórico, la noticia. Fue la primera medalla deportiva que ganamos juntos. Luego, por pedido de Toto, fui a contar uno de mis cuentos inventados a su grado. Sus compañeritos se rieron muchísimo y estaban asombrados. ¿Y cómo hace para correr? ¿y cómo para nadar sin ver?, se preguntaban. Ese día todos aprendimos a leer y a escribir un poquito en sistema Braile... fue emocionante y divertido. De las cosas que compartimos, las copas y las medallas son importantes para Toto. Con el tiempo comprenderá que las otras medallas, las del corazón, son las que cuentan... y de esas ya podemos llenar varias vitrinas.

No hay comentarios: